Aquellos que en algún momento hemos tenido un encuentro personal con Cristo sabemos de un “no sé qué” que cambia la perspectiva de nuestra vida. Y es que es algo que los que lo hemos experimentado entendemos sin palabras. No se explica se vive.
La Pascua del Señor deja de ser un elemento histórico o un hecho pasado, para convertirse en un motor que nos da una fuerza impresionante. La victoria de Cristo se vuelve mía, no solo sé que estoy salvado, me siento salvado. Es una sensación de libertad nunca antes experimentada, una alegría que resulta superfuerte y que da una sensación de llenura inmensa.
A esto es a lo que llamamos esperanza: todo tiene sentido, nada está perdido. Cristo triunfó y yo también lo haré. Es como la sensación que se vive cuando uno se perdió y después de un giro en el camino se ubica, o cuando siente que dejó olvidado algo muy importante y recuerda que sí lo trae. Es algo parecido.
El apóstol san Pedro nos recuerda en su carta, que es la segunda lectura de este domingo, que debemos estar dispuestos a dar, cada vez que sea requerido y que es una de la razones de nuestra esperanza. Esa esperanza cristiana que transforma, que llena, que hace que todo sea pleno.
El tema es que al ser una experiencia no es algo que sea fácil de poner en palabras. No se explica con palabras, sino con ejemplos de vida. Si quiere hablar de lo sabroso de un abrazo no se vale contarlo es mejor abrazar a la persona y que ella experimente lo que le dice.
Cuántas veces por miedo a ser incomprendidos, rechazados y hasta vacilados, los cristianos no damos razones de nuestra esperanza. Bien lo escribía san Pedro, es mejor sufrir por el bien que por el mal. Si la burla o el rechazo se obtienen por ser sinceros con nuestra vida denle gloria a Dios, eso le pasó al Señor. De una u otra forma fue un éxito.