El Novelón

Masacre de Nicoya: Joven de 17 años se creyó guerrillero y mató a ocho personas

Entre las víctimas estaba su abuelita de 70 años, una embarazada y dos niños.

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Todo amaneció normal el 14 de abril de 1971 en Buena Vista de Nicoya. Era miércoles, un día de trabajo que en algunas horas sería sacudido por la continuación de una masacre que había comenzado dos días antes y que se cuenta entre las peores del país y entre las primeras con una amplia cobertura de la prensa.

Nicolás Torres vive ahora en Sámara, pero entonces lo hacía en Buena Vista, a 35 km de Nicoya. Tenía 9 años y dice ahora que los recuerdos de aquel día tan triste le llegan a veces como flashazos.

”Eso fue una tragedia para esa familia, ellos eran muy queridos en Buena Vista. Fue algo que, hasta la fecha, con casi sesenta años, nos hizo sentir mucho miedo a mí, a mis hermanos y a mis padres. Pensamos que íbamos a morir, esto fue lo que más miedo me dio en toda mi infancia; no hay comparación, ni siquiera los cuerazos que me daba mi papá cuando me jalaba tortas”, explica.

Aquel 14 de abril en la casa de los esposos María Joaquina Acosta, de 70 años, y Baudilio Caravaca, de 80, las empleadas tenían la comida en el fogón y oían música en la radio. Nadie habría sospechado jamás lo que estaba por ocurrir.

De pronto empezaron a sonar ráfagas de balazos y se desató la pesadilla...

Enrique, uno de los nueve hijos de los viejitos, llegó después a la vivienda sin saber lo que había ocurrido. Iba de visita como lo hacía con frecuencia.

Le extrañó que hubiera tanto silencio. No se oía a nadie conversando...

Al entrar encontró la respuesta. Lo que vio lo sacudió: su madre, doña Joaquina, estaba muerta y lo estaban también las empleadas Emilce Gómez, de 25 años y quien tenía ocho meses de embarazo y Xinia Castillo Castrillo, de 15 años. Todas tenían balazos y habían sido apuñaladas. (Las investigaciones revelarían después que los tiros eran de un arma calibre 22).

El responsable del ataque dejó claro que no pensaba dejar a nadie con vida. Fue terrorífico cuando hallaron también sin vida a Miguel Ángel Gómez, de solo 3 años e hijo de Emilce. El chiquito estaba en uno de los los baños, como si hubiera sido alcanzado después de huir.

En shock por lo que había visto, Enrique buscó a don Baudilio, su papá, y no lo encontró. Sabía que siempre estaba en la vivienda, pero nada que daba con él y rápido se dio cuenta de que no se trataba de un robo porque no faltaban cosas de valor.

Nicolás Torres cuenta que la familia era acomodada, vivía bien.

“Según me contaba papá hace años, ellos eran una familia que no tenía necesidad, siempre fueron trabajadores”, comentó.

Alguien había llegado con la intención clara de llevar a cabo una masacre.

Enrique vio un camino de sangre, lo siguió y encontró a su papá debajo de un palomar que había en la parte trasera de la propiedad. Don Baudilio, quien casi no veía, también había sido atacado. Sacó fuerzas de donde pudo y se arrastró hasta afuera de la casa. Estaba muy mal, pero vivo.

Mientras Enrique seguía sin entender nada, sacudido como por un terremoto, un comerciante llegó a las afueras de la casa y lo ayudó a subir a don Baudilio a un un carro y salieron hacia Nicoya en busca de atención médica y para informarles a las autoridades lo que había pasado.

A don Baudilio, que luchaba para sobrevivir, lo mandaron en avioneta para San José y para que lo atendieran en un hospital privado. Murió después.

Nicolás Torres recuerda: ”Nosotros estábamos en la casa cuando llegaron las noticias de que la familia Caravaca sufrió una desgracia y que los asesinaron. Decían que unos pistoleros atacaron su casa, por lo menos dos, porque eran demasiadas las víctimas, tres señoras y un chiquito,

“Mi papá inmediatamente se fue con mis hermanos mayores a caballo para ver qué más se sabía y mi mamá mandó a cerrar todas las puertas y las ventanas de la casa, teníamos tres perros grandes y los soltaron”.

El pánico se adueñó del pueblo.

Toda la atención se mantenía alrededor de la casa de los Caravaca, tuvieron que pasar varias horas para que las autoridades se dieran cuenta de que antes había ocurrido otro ataque mortal en la casa de Dimas Caravaca, hijo de don Baudilio y doña Joaquina, a solo 500 metros de distancia.

En esa vivienda habían sido asesinados la empleada, Higinia Pérez Mayorga, de 25 años, y su hijo Carlos Pérez Mayorga, de solo 2 añitos. Mostraban la misma forma de ataque: balazos y puñaladas.

Higinia, malherida, había cargado a su niño en brazos y caminó en busca de ayuda, pero a 200 metros colapsó y cayó en la calle.

”Yo creo que ese día nadie durmió, mi papá y mis hermanos estuvieron vigilando las afueras de la casa por si nos sorprendían en la noche o en la madrugada. A los más güilas no nos dejaban asomarnos ni por la ventana”, dice Nicolás.

Más cadáveres

El tiempo dejó claro que había razones para temer y para estar a la defensiva. Dos días después de los primeros crímenes, cuando nada se sabía del móvil ni de los responsables, hubo más muertes.

El 16 de abril fue asesinado José Emel Gómez Fonseca, de 26 años, y quien tenía un hijo.

Gómez se encontraba sembrando en casa de su padre --Santiago Sequeira-- cuando fue sorprendido por un hombre que le disparó con un arma calibre 22. José Emel no murió en el momento y trató de defenderse con un machete, pero fue en vano.

Don Santiago, que estaba en su casa cuando atacaron a su hijo, logró ver quién había sido y no podía creerlo porque lo conocía...

Era José Miguel Jiménez Caravaca, un nieto de don Baudilio y doña Joaquina. Tenía 17 años solo unos días antes era un colegial al que, según se supo luego, se le habían notado síntomas de algún desorden mental.

Según información publicada en el diario La Nación, cuando don Santiago y el atacante cruzaron miradas el señor supo que debía correr. Y así lo hizo, huyó por el monte y el muchachillo se fue detrás de él.

Don Santiago logró llegar hasta un terreno quebrado y se metió en una especie de hueco que había y se quedó muy quieto. Cualquier movimiento lo podía delatar.

Desde su escondite veía a José Miguel caminar en círculos, buscándolo. El joven conocía muy bien la zona.

Santiago no tuvo más remedio que armarse de paciencia durante horas y esperar. Entre siete y ocho horas después oyó varios disparos (en ese momento no lo sabía, pero habían sido hechos por la policía). Al fin, creyendo que el atacante estaba lejos, Santiago salió de donde estaba para ir a su casa.

Se creía guerrillero

Ya a esas alturas estaba claro quién se hallaba detrás de los crímenes. El menor de edad había desaparecido días atrás. Con el paso de las horas se fueron conociendo detalles. El joven --que había mostrado un interés enorme en temas guerrilleros-- se había metido en el monte con dos armas calibre 22 y 150 municiones.

En la cintura cargaba un machete de 10 pulgadas y en un bulto andaba todo lo necesario como para sobrevivir en la montaña algún tiempo.

A un primo le dijo una vez que quería secuestrar un avión e irse a Vietnam para matar soldados estadounidenses.

En 1971 la guerra de Vietnam llevaba seis años y aún faltaban cuatro para que finalizara.

El adolescente tenía el pelo largo, usaba una camisa caqui, un pantalón verde, botas viejas que amarraba con mecate y con bejuco se amarraba los ruedos del pantalón. Se creía un guerrillero. Algunos decían que tenía cierta semejanza con el Che Guevara.

”Yo tengo varios recuerdos, pero papá varias veces tuvo que contar la historia. Cuando mataron a Emel, que era amigo de mis hermanos, mi papá nos dijo que teníamos que irnos de la casa y salimos con unas cuantas cosas para donde una tía en Nicoya. Ya era demasiado el temor, no fuimos los únicos que nos fuimos, ese muchacho se metió en varias casas de noche a sacar comida, una de esas fue la nuestra, por dicha no estábamos”, dijo Nicolás.

En ese momento, en muchos kilómetros a la redonda se respiraba miedo. Las 16 escuelas cercanas fueron cerradas por temor a que algún niño fuera asesinado ya que caminaban solitos para ir a estudiar.

Y en medio de tanto temor y angustia apareció un cadáver más. Las autoridades hallaron asesinado a Faustino Flores, de 34 años, a quien habían atacado a balazos en una fecha que no fue posible fijar con precisión.

La situación era tan tensa que ocurrió algo impensable en la actualidad. A los periodistas que viajaron hasta el lugar para cubrir la información les dieron armas, incluidas granadas de mano, por si se topaban con el sospechoso. Así ocurrió con Manuel Zúñiga, de La Nación.

El comandante de la zona, Santiago Calderón, y un grupo grande de oficiales hicieron un anillo para evitar que el menor de edad lograra escapar. Desde San José mandaron el 19 de abril un pelotón especializado de la Guardia de Asistencia Rural.

Al grupo de búsqueda se unió el papá de José Miguel.

El 21 de abril Ulpiano Matarrita Sequeira --de la Guardia Rural-- y un compañero decidieron ir a la finca de los abuelos de José Miguel para ver si le daba por regresar. Y ocurrió algo inesperado. Matarrita vio en un matorral algo que llamó su atención y cuando detalló bien se dio cuenta de que se trataba del sospechoso, que estaba dormido. Los policías lo tenían rodeado y le dieron la orden de salir.

El papá le gitaba ”hijo, entregate, entregate, por el amor de Dios!”.

El adolescente se despetó con los gritos, pero tranquilo y comenzó a disparar contra los policías. A Matarrita lo pegó en la mano y la pierna derechas y el abdomen. El otro oficial que acompañaba a Matarrita hizo a disparar contra el sospechoso pero el arma se le encasquilló. José Miguel seguía disparando, pero estaba claro que no tenía posibilidades de vencer a los policías.

De pronto lo vieron caer fulminado por las balas de los guardas. Una versión popular sostiene que sus últimas palabras fueron “¡los maté a todos!”.

(A Matarrita tuvieron que llevarlo en una avioneta al Hospital San Juan de Dios, donde le tocó luchar por su vida ya que una bala le partió el intestino en seis).

”Operación terminada, hombre muerto”, sentenció luego el coronel Calderón.

Nicolás Torres afirma que los hechos trágicos de aquellos días golpearon mucho a los Caravaca.

”Nada volvió a ser igual, durante mucho tiempo se hablaba de lo que pasó, pero ya después como que ellos prefirieron guardar silencio”.

Silvia Coto

Silvia Coto

Periodista de sucesos y judiciales. Bachiller en Ciencias de la Comunicación Colectiva con énfasis en Periodismo. Labora en Grupo Nación desde el 2010.

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