En el Cementerio General del Sur, en Caracas, decenas de familias pobres hacen su vida entre las tumbas.
En el lugar se ven imágenes muy extrañas; por ejemplo, Jendry corretea con un patín mientras arrastra a una rata muerta amarrada a un mecate: su parque de juegos es el gigantesco camposanto lleno de nichos que han sido profanados. Otros niños juegan con él sin sorprenderse por las osamentas humanas extraídas por los saqueadores.
Jendry, de 11 años, que suele ir con su hermana de 9 a pedir comida en un mercado cercano, vive con su madre alcohólica en el cementerio de fines del siglo XIX, declarado Monumento Histórico Nacional en 1982 y aún en funcionamiento.
En uno de los pocos sepulcros que aún no han sido abiertos vive su hermana mayor, Winifer, de 17 años, junto a su esposo, Jackson, de 19, y su niña de cinco meses.
"Prácticamente he vivido toda mi vida en el cementerio", cuenta esta adolescente con rostro de niña que no sabe leer ni escribir.
Basta dar unos pasos para presenciar las secuelas del saqueo, agravado en la última década. “En un día profanaron 22 tumbas”, comenta un trabajador. No existen cifras oficiales, pero medios locales apuntan que más del 60% del cementerio ha sido profanado.
Winifer y Jackson, que pasó meses preso por robar un celular, viven en una estructura techada con láminas de zinc y cubierta por barras metálicas, semejante a una pequeña capilla. Duermen sobre lápidas de granito que albergan debajo a cuatro difuntos.
La profanación del cementerio, en el que han sido enterrados personajes históricos, algunos reubicados, surgió por la “fiebre del oro”, en la búsqueda de joyas con las que enterraban a algunos difuntos, según trabajadores.
Pero también se debe a la santería. Entre las osamentas se encuentran evidencias de rituales como platos con maíz, huevos y botellas de alcohol.
Mientras en otras tumban “sacan los muertos, roban hasta la cerámica”, explica Jackson, “uno está aquí y esto está seguro”. “Uno le cuida las cosas”.
Tumbas marcadas
Es domingo y la salsa y el reguetón suenan a todo volumen en la peligrosa barriada que bordea al cementerio.
Ese día, Luis, de 41 años y quien vive en un espacio semejante al de Winifer y Jackson, que cubrió con cartón, espera más visitantes. Dice cuidar 37 tumbas, incluida la que ocupa con su familia.
"Todas mis tumbas las tengo marcadas", explica. "Uno le cuida su tumba, se la mantiene barrida, lavaíta, limpiecita y los familiares los domingos se te presentan con dos o tres productos" de comida.
“Hay fines de semana buenos que he reunido hasta veinte”, celebra este hombre que perdió su casa hace dos años tras un aguacero.
Desempleado, busca en contenedores de basura comida, colchonetas, ollas y juguetes para su hijo.
"Es mejor dormir aquí que en la calle", comenta Luis, que estuvo preso nueve años por vender droga.
Sin embargo, algunas personas están molestas porque consideran que esas improvisadas residencias irrespetan el lugar de reposo de sus seres queridos.
Una mujer llamada Maritza le reclama a Jackson al ver utensilios de cocina sobre la tumba de un sobrino muerto a manos de policías.
“¿Qué es eso? Tienen que respetar, esos muertos todavía a uno le duelen”, se queja Maritza, indicando que los cuerpos de un hijo asesinado a los 21 años, una sobrina que murió de cáncer, su suegra y otros dos sobrinos víctimas de la violencia están enterrados en ese lugar.
Señala que el deterioro tiene años "pero ahora es peor, todo es una destrucción".
"Marditos todos los que sacan a nuestros difuntos. Al que agarre aquí lo mato, ratas. Amén", reza un mensaje escrito a brocha en una tumba. "Ya fue profanada, no hay oro", dicen otros.
Un basurero
Los gigantescos mausoleos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y la disuelta Policía Metropolitana de Caracas son ejemplos de la devastación.
Para bajar al sótano donde están los nichos policiales, todos saqueados, se atraviesa una escalera repleta de basura, escombros y excremento. El olor es insoportable.
En el piso, sobrevive el retrato de un joven policía enmarcado en madera.
El lujoso mausoleo familiar del dos veces presidente de Venezuela Joaquín Crespo (1841-1898) está en ruinas. Cuesta caminar entre escombros donde sobresalen dos destruidos ataúdes de madera con paredes de vidrio, donde reposaban Crespo y su esposa.
Indigentes y drogadictos suben una escalera en forma de caracol hacia el segundo piso de esta obra arquitectónica, una de las más emblemáticas del cementerio, cuya cúpula destaca a lo lejos.
Luis, que duerme sobre nueve cadáveres, sentencia que solo existe una manera de prevenir que abran las tumbas: “El que quiere tener su muerto seguro tiene que pagar”.