Sin plata para ir a un motel, John y Amanda deben arreglárselas para tener relaciones sexuales en casa de sus padres. Además, la falta de dinero para anticonceptivos y el miedo a quedarse solos por la migración limitan la sexualidad de esta pareja.
Una realidad similar a la que vive la mayoría de jóvenes enamorados en Venezuela y que hoy repasamos por el Día del Amor y la Amistad.
John Álvarez, de 20 años, y Amanda Aquino, de 19, estudian Derecho en la Universidad Central de Venezuela, donde es común ver parejas besándose en pasillos y jardines.
Pero ellos, más recatados, prefieren refugiarse en el cuarto de John, en el primer piso de su casa en un barrio popular de Caracas, capital venezolana, mientras sus padres y su hermana menor duermen en la planta baja.
“Cuando en mi casa no hay nadie es un poquito mejor”, confiesa junto a su novia de rizos teñidos de amarillo, incómoda de abordar el tema.
Tener sexo sin familiares rondando es una rara suerte para ellos, que en dos años de noviazgo nunca han visitado un motel. Tendrían que pagar 10 dólares por seis horas de privacidad, que saldrían de sus esporádicas y modestas mesadas.
Prefieren destinar ese dinero a comida.
Para Amanda, tener una sexualidad activa o una simple cita está fuera de toda normalidad. O sea, vivir el Día de San Valentín como en otros países es un imposible.
“Es muy complicado ir al cine, pasear, comerse un helado”, se lamenta. Para ella y John, un noviazgo normal es simple fantasía.
Independizarse es irreal, afirma el joven, en una economía devastada en la que la depreciación de la moneda ha provocado que el 50% de las transacciones comerciales se realicen en dólares.
Sin embargo, el acceso al dólar se reserva a una minoría en la que a veces encaja Carlos Rodríguez, el típico soltero en busca de aventuras, pero condenado, a los 31 años, a vivir con sus papás en el cuarto de su infancia.
De pelo y barba bien cuidados, este diseñador gráfico llega a desembolsar 100 dólares (unos ¢58 mil) en una cita, sumando cena, tragos, taxis y motel. “Si la llevo para un ‘matadero’ no gasto mucho”, explica refiriéndose a hoteles de mala muerte, su última opción.
Pero no piense que su realidad es muy diferente a la de John y Amanda, ya que él solo se puede dar ese “lujo” en los buenos meses. Cuenta que a veces pasan hasta dos meses sin poder darse una escapada.
Pregunta incómoda
Cuando está de cacería en Tinder, la popular aplicación de citas, Jhoanna pregunta, sin sentir vergüenza, la capacidad económica de sus potenciales enamorados.
Eso sí, deja claro que no es por interés, sino porque está acostumbrada a costear la mitad de los gastos en una sociedad en la que los hombres suelen pagar las cuentas. Así evita malentendidos, especialmente con el tema de poder comprar condones, una condición no negociable. “Sin gorrito no hay fiesta”, sentencia.
Tatuajes que cubren brazos y manos y un maquillaje marcado, disimulan sus 37 años de edad en Tinder, app en la que pasa cuatro horas semanales ojeando el “catálogo”. En su pequeño cubículo de oficina, con vista al acomodado sureste de Caracas, la publicista espera algún “¡Match!” y encontrar pareja.
“Lo que tiene que llegar, llega”, asegura. Prefiere encuentros casuales, pues considera que sus opciones se redujeron por la migración de unos 4,5 millones de venezolanos debido a la crisis.
Y es consciente del peligro de salir con desconocidos en un país que registró 57 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2017, nueve veces la tasa mundial, según la ONU. “Sabemos a lo que nos arriesgamos”, asegura.
Mejor sexo casual
La migración dio pie a una máxima entre los compañeros de Amanda: “No te enamores, porque se va del país dentro de poco”.
Algunos jóvenes también recurren a Instagram y Grindr para tener sexo casual.
Así nació la relación de Daniel Landaeta y Jorge Álvarez, que se conocieron en un portal gay hace casi tres años. Terminaron enamorados y viviendo juntos.
Comparten un apartamento de interés social que les entregó el gobierno socialista dentro del mayor complejo militar del país, donde se sienten respetados.
Pero temiendo burlas evitan agarrarse de manos o besarse en la calle, explica Jorge, un arquitecto de 38 años. “Hay homofobia, pero muy mínima”, reconoce despreocupado Daniel, de 28 y contador.
No alcanza
Paradójicamente, la migración fue un respiro para Oriana García y Antonio de Muro. Ellos ocuparon el apartamento donde creció el joven de 24 años, después de que su familia emigró a España.
"Vivimos como casados", afirma risueña Oriana, de 21 años, en la habitación principal de paredes verdes, adornada con retratos familiares.
Pero tienen un gran problema: los anticonceptivos. Durante años fueron escasos y ahora son demasiado costosos por la hiperinflación. Oriana compra tratamientos cubanos cada tres meses en el mercado negro por cuatro dólares (unos ¢2 mil).
Las farmacias ofrecen cajas de tres condones por dos dólares (¢1.160) y anticonceptivos importados de cinco dólares (¢2.900) a ocho dólares (¢4.640) para un mes.
Aunque parecen normales, son montos que Franyercis Reyes no puede cubrir ya que tiene un ingreso mínimo de 6,7 dólares (¢3.886) mensuales. En octubre pasado se colocó un implante, cuyo costo multiplicaba por siete su sueldo.
“Es más efectivo hacer un solo gasto”, estima esta cajera de supermercado de 18 años en un centro de planificación familiar de Caracas, donde incluso menores hacen fila desde la madrugada para adquirir anticonceptivos económicos. La tasa de embarazo precoz en Venezuela alcanzó 95 por cada 1.000 jóvenes en 2018, según la ONU.