Los músculos marcados de Gerardo contrastan completamente con la fina puntada que dibuja un jardín de flores rojas y amarillas, que se plasma en un lienzo de tela negra, pegada a un bastidor de madera.
En 27 años, él perfeccionó los trazos y combinó colores, así que la experiencia y los años lo hacen uno de los expertos bordadores que viven en Santa Rosa de Lima, un pueblo zapoteca del Istmo de Tehuantepec, en México, donde los hombres, además de sembrar la tierra, colorean la vestimenta de sus mujeres.
Gerardo Gallegos tiene 47 años. Este hombre lo mismo sabe de mezcla y cemento que de hilos y flores, porque es obrero de medio tiempo y bordador en su otro otro rato. Lo que sí hace de tiempo completo es bromear.
Aunque comenzó a bordar a los 20 años, cuenta que al igual que sus hermanos, aprendió el oficio de bordador a través de su esposa y por necesidad, pues los hilos siempre están ahí cuando no hay más trabajo.
“Aquí casi todos los hombres son bordadores cuando no hay trabajo en otro oficio. Cuando no hay cosecha, bordan. Cuando no hay obras en construcciones, bordan. Cuando no hay trabajo en compañías, bordan”, dice casi de memoria el mexicano.
Gerardo agrega que esta actividad es una forma de ganar dinero y que muchos hombres comienzan de niños bajo la dirección de sus padres.
“Ser bordador en Santa Rosa de Lima no es un asunto de mujeres, nada más es un asunto de economía”, trata de explicar sin despegar sus ojos de la aguja que perfora la tela una y otra vez.
"Aquí los hombres no se avergüenzan de sentarse frente a un bastidor, ¿por qué? Si esto me da de comer, si es un trabajo honrado. Saber combinar colores no me hace menos hombre”, sentencia convencido Gerardo.
El obrero y bordador sabe que su oficio en otros lados “desata burlas”, pero también es consciente de que en su comunidad esta labor forma parte de su identidad: “Aquí es una característica del pueblo, trabajamos en equipo con nuestras mujeres y nuestros hijos, es un trabajo en familia", argumenta.
La jornada laboral de este bordador y su esposa comienza a las 6 a. m. y termina a las 4 p. m.. Todos los días toman el hilo y las agujas hasta que luego de tres meses de trabajo terminan un traje completo y repleto de flores, como dicta la tradición del “pueblo nube”.
El costo de inversión para elaborarlo ronda entre los 3 mil pesos (¢90.489), así que algunas prendas alcanzan en el mercado un costo que va desde los 10 mil pesos (¢301.630) hasta los 27 mil (¢814.401), dependiendo de la cantidad de flores y colores.
No es un trabajo fácil
En la entrada de Santa Rosa de Lima vive Rubén Ramírez, más conocido como Ta Finu. Tiene 72 años y 59 de ellos ha bordado porque comenzó con los hilos a los 13 años.
No tuvo una maestra, aprendió solo y con los años perfeccionó su técnica. Ta Finu recuerda que cuando comenzó sólo existían 10 bordadores en el pueblo.
“Claro que hay algunas burlas, pero no les hacemos caso, ser bordador no es un trabajo fácil ni liviano, al contrario, es un trabajo muy pesado que termina por gastar la vista y dañar la columna”, explica el anciano.
"De este trabajo di de comer a mis nueve hijos, mi esposa y yo les dimos estudios. Hoy todos saben bordar, hasta los nietos, es una empresa familiar”.
Al año Ta Finu y su familia elaboran 20 trajes, como trabajan en colectivo, logran concluir una pieza en mes y medio. Sus clientes son de diversos estados y muchas piezas las promocionan en redes sociales.
Tiene clientes fijos de años, que lo buscan por la finura de sus puntadas. Cuando no hay tantas peticiones, Ta Finu es un campesino que labra la tierra y, en tiempos de sequías, se vuelca en el bordado que le da dinero. Es una combinación que, asegura, le hace feliz.