Antes se consideraba que el placer femenino no era importante. El único placer sexual que importaba era el masculino.
Las mujeres eran valoradas, unas por su capacidad de tener hijos y otras por su capacidad de generarle satisfacción sexual al varón, pero la satisfacción de la mujer no era una expectativa del acto sexual.
Bajo esta perspectiva, el varón que desencadenaba rápidamente el reflejo eyaculatorio, rara vez encontraba una queja por parte de su pareja. En esas épocas, aquellas pocas mujeres que gozaban la sexualidad, que buscaban el placer, eran tildadas y señaladas socialmente. Parte del comportamiento de una mujer decente, era ser reacia y distante al sexo.
En esas épocas, la eyaculación precoz no era un problema. La mayoría de las mujeres percibían la sexualidad como algo negativo, repugnante, como una carga impuesta por el matrimonio, de tal forma que entre más rápido sucediera, mejor.
Con la revolución sexual de los años sesentas, el papel sexual de la mujer adquiere una nueva concepción y el placer se convierte en parte fundamental del vínculo sexual. Cada vez más parejas consideran que la sexualidad tiene que ser disfrutada por los dos y es ahí donde la eyaculación precoz se convierte en un verdadero problema.
El hombre que antes de penetrar termina, el hombre que con los primeros movimientos pélvicos desencadena la eyaculación, el hombre que no aguanta los movimientos femeninos y de inmediato presencia la salida del semen, se convirtió, sin lugar a dudas, en un mal amante.
El desconsuelo masculino es mayúsculo. La incapacidad de hacer vibrar a una mujer constituye todo un fiasco sexual. Hoy, para la mayoría de los hombres, esto representa una auténtica calamidad y muchos ignoran que existen tratamientos científicos.
Además, la mujer cuya pareja termina rápido, no logra disfrutar el acto sexual, no logra experimentar el placer del orgasmo y es común que al cabo de un tiempo, pierda el interés sexual.
Por eso hoy se considera que la eyaculación precoz aunque la padece el hombre y la sufre la mujer.