“Periodista, venga, pero bajo su propia responsabilidad y yo no la acompaño”, me dijo monseñor Elkin Ramiro Vélez, cuando le pedí que me dejara pasar una noche en La Catedral, donde estuvo la cárcel que el narcotraficante Pablo Escobar manejó a su antojo y que fue escenario de cientos de historias de terror y mucho misterio.
Por algo el religioso no me quería acompañar.
A las 6:00 p.m. del pasado jueves 16 de noviembre, empecé el ascenso hacia la famosa cárcel, ahora en manos de la comunidad Benedictina Fraternidad Monástica Santa Gertrudis, acompañada de nuestro fotógrafo Róbinson Sáenz y de abrigos, agua y las oraciones de mi familia, que yo me rehusaba a hacer, negando sentir miedo por lo que pudiera pasar esa noche.
Sobre el camino de la carretera estrecha, y por la que aún pedaleaban algunos ciclistas, era imposible dejar de pensar en la angustia de las personas que, escondidas en maletas o en la parte trasera de los carros, eran llevadas hasta el trono de ese sanguinario “patrón” que acabó con la vida de miles.
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No cualquiera podía entrar a La Catedral, se tenía que contar con el permiso expreso de Escobar y, como si no se tratara de una cárcel, era él quien decidía quien ingresaba y quien no.
La bruma del anochecer cubría la parte superior del lugar, montaña arriba no se veía más que los reflejos de las lámparas y algunas aves revoloteando.
A un costado de lo que fuera el penal construyeron un altar con forma de crucifijo en memoria de las víctimas. Luego de pasar una caseta, se abre un camino entre el bosque de la montaña. Se supone que esa fue la ruta de escape que usó Escobar la noche del 21 de julio de 1992, cuando se fugó de La Catedral con varios de sus hombres.
El camino es oscuro y un poco descuidado, el crujido de las ramas que se parten con los pasos se hace más fuerte por el silencio, a lo lejos se escucha el agua de una de las quebradas que baña el Valle de La Miel.
Cuando llegamos al afluente notamos que había una Virgen. Los monjes que llegaron a La Catedral se encargaron de colocar varias imágenes religiosas para cambiar el aspecto del sitio y limpiar, de alguna manera, los espacios que iban a ocupar.
Luego de varios minutos observando a la Virgen, el frío se hizo más intenso. “Aquí no pasó nada y me estoy helando, vamos”, le dije a Róbinson y regresamos a donde hubiese más luz.
En mi cabeza retumbaban las palabras de monseñor Elkin, sus afirmaciones sobre espíritus que rondan y el miedo de las enfermeras al apagar las luces. Apreté fuerte la linterna y tomé la delantera en el camino.
De un momento a otro, oí los pasos acelerados de alguien, cerré los ojos para no ver nada y sentí el roce frío y la respiración cansada de una persona que me pasó justo al lado. No era el fotógrafo, él continuaba detrás de mí y me arrebató la linterna para alumbrar en todas direcciones, tratando de encontrar algo. No había nadie, seguíamos él y yo solos en medio de la montaña y por un instante creí que no iba a ser capaz de continuar.
En ese sitio estuvo recluido, desde el 20 de junio de 1991 y durante 13 meses, el narcotraficante Pablo Escobar, en medio de un escenario de extravagancias, lujos, torturas y asesinatos que él ordenaba.
Las edificaciones han cambiado, pero el lugar está cargado de un ambiente pesado que espantó hasta a los monjes que se disponían a trabajar por los ancianos que desde hace 11 años llegaron al hogar de acogida construido en el sitio.
De día, turistas y curiosos llegan con la ilusión de ver entre las montañas de Envigado la cárcel de donde se fugó el capo. Cuentan historias, algunas reales y otras producto de tergiversaciones que pasaron de boca en boca y que tratan de hacer más cruda o interesante una historia que marcó a Medellín y al país entero.
Pero de noche, quienes viven allí luchan con el fantasma de actos atroces y el ambiente turbio que carga con los 399 días en los cuales Escobar empezó un camino que finalmente lo llevaría a la tumba, el 2 de diciembre de 1993.
Para algunos, la construcción de un monasterio, oratorios y las imágenes religiosas que hay en el terreno de La Catedral, alivianan la historia del sitio. Pero lo cierto es que hasta religiosos luchan cada día con esos espíritus o “almas a las que les cortaron su ciclo”, como ellos mismos dicen y que perecieron en inmediaciones de la cárcel.
Golpes en las celdas
Durante 26 pasos que dimos por el pasillo del ahora hogar para ancianos tuve la tentación de mirar hacia atrás, pero no quería encontrarme con una sombra o una imagen perturbadora que me dejara pasmada.
Caminamos otros 16 pasos hasta la reja y bajamos a una de las ruinas que aún sobreviven a los saqueos. Llegamos hasta una construcción que hizo las veces de casino; a un costado estaban las celdas, pero ahora solo hay piedras, moho y uno que otro bicho.
La batería de la cámara estaba cargada al 100%, pero se agotó al primer intento de foto. “Esas cosas pasan, normal...”, dijo Róbinson, el fotógrafo de Q’Hubo, evidenciando que estaba un poco nervioso.
Los orificios en las paredes servían de canal para el aire de la madrugada y las bocanadas de viento frío entraban con fuerza. Descendimos por una rampa y el sitio estaba oscuro, no dejaba ver con claridad. De un momento a otro sonaron las rejas de las celdas, como si alguien hubiese pasado con un objeto golpeando cada baranda de los calabozos, pero en el sitio las únicas personas éramos nosotros.
“¿Escuchaste eso?”, le pregunté a Róbinson; “yo no sentí nada”, me respondió un poco exasperado por mis nervios. Entonces, como si se tratara de algo o alguien que quisiera reafirmar su presencia, volvieron a golpear las rejas que alguna vez estuvieron en el lugar, pero que ahora no existen. Los árboles alrededor se movieron agitados y nosotros, luego de una foto y de acercarnos para confirmar que no se trataba de un animal, salimos atemorizados.
Lamentos en la cancha
De lo que era la cárcel queda poco, algunas ruinas y la memoria de quienes saben qué había en cada lugar. Los vehículos pueden llegar hasta el parqueo del monasterio y, escalones abajo, está el hogar de acogida para el adulto mayor, donde era la cancha de fútbol de la prisión.
“Ahí, donde usted está sentada, mataron a unos hombres. Los torturaron, les cortaron las cabezas y jugaron fútbol con ellas. Eso es verdad, aquí hubo mucha maldad”, me expresó monseñor Elkin, sobre el sitio donde dormían los ancianos y en el que aguardábamos la noche.
Se refería a Fernando Galeano y Kiko Moncada, socios de Escobar, quienes fueron asesinados en ese lugar, días antes de la fuga del capo, porque al parecer no le estaban pagando al “patrón” la cuota que exigía a los miembros del ‘Cartel de Medellín’ mientras él estaba en la cárcel.
Sobre ese episodio se cuenta que los cadáveres fueron descuartizados e incinerados y que, para ocultar el olor de la combustión humana, la noche del crimen hicieron un asado cuyo humo se confundía con el de los cuerpos que ardían en la cancha.
“¿Ustedes qué hacen aquí? Váyanse, ¿quieren que los espanten o qué?”, nos decía a lo lejos una enfermera, entre enojada y temerosa, quien esperaba a que su compañera terminara de apagar las últimas luces y televisores, para irse juntas a descansar, como escapando de algo que no querían ver.
Esa noche llovió, la montaña se llenó de bruma y el frío calaba en los dedos de los pies, la nariz y las orejas. Mientras esperábamos a que fuera más tarde para salir a caminar por la montaña, oímos el maullido de los gatos, el sonido de las banderas que chocaban con el viento y el silbido del aire que hacía el ambiente cada vez más tétrico.
El llanto desconsolado de una mujer llamó mi atención; me esforcé por diferenciar ese sonido de los otros y, pasados 2 minutos, no cabía duda de que era alguien sollozando, pero el eco provenía de diferentes esquinas, como si alguien llorara desde varios rincones para tratar de llenar el espacio oscuro y frío de la sala de espera.
El temor de un alma en pena me arrancó la primera oración de la noche y me cubrí con una bufanda para no escuchar más. Podía ser el desconsuelo de una madre, una hermana, una esposa o una hija que perdió a un ser querido en alguna habitación de la jaula de oro que se adecuó para Pablo Escobar, pero también podía ser una de las tantas mujeres que murió a órdenes del capo por haber quedado embarazada, por estar con la persona equivocada o solo por el capricho universal de un ser lleno de maldad y mezquindad.
El llanto se fue desvaneciendo a medida que mi temor aumentaba. La lluvia había parado y pensé que era momento de salir a caminar por las ruinas de La Catedral. Miré el reloj y eran las 12:00 en punto de la noche. Me dio una risa nerviosa por la coincidencia y miré con cuidado hacia afuera.
Las luces de la cancha estaban apagadas y solo quedaba el resplandor de las lámparas que se sitúan en lo alto. Pisé duro con mis botas y hablé fuerte, como anunciando mi presencia y esperando que alguien me dijera: “Hola, soy Catalina, la enfermera y vine a ver cómo están los abuelos”, pero nadie dijo nada.