Estamos en pleno tiempo litúrgico llamado pascual, del término Pascua significa “paso”. Entre los judíos era, y es, el paso de la esclavitud de Egipto a la liberación y disfrute de la tierra prometida o tierra santa, que decimos hoy.
Para los cristianos lo es el paso en Jesucristo de la pasión y muerte a la resurrección y ascensión al cielo. Y de ese paso participamos todos los bautizados.
En efecto, al ser bautizados entramos a formar parte de su Cuerpo místico, que es la Iglesia: Él la cabeza, nosotros los miembros. Y en nuestra condición de miembros vivimos esa participación en una doble dimensión y que suelo recordar a los fieles en el momento de rociarlos con agua bendita al comienzo de la Eucaristía en vez del acto penitencial.
En primer lugar y ojalá de modo consciente y responsable, nos unimos a nuestra cabeza, que es Cristo, para padecer con él todo cuanto hayamos de pasar de males y, llegado el momento, morir con él para, con él, ser glorificados y llevados a la gloria de Dios Padre. Y esto día a día, firmemente unidos como los sarmientos a la vid, alimentados por él para dar esos frutos de salvación de su pasión y muerte.
Otro modo de seguir viviendo la Pascua y como bautizados es, unidos también a Jesucristo, ir amortiguando, matando y sepultando el pecado en todas sus formas. Antiguamente eso se significaba de manera muy gráfica en el bautismo por inmersión.
Ambas tareas son para toda la vida, siempre y en todas partes. Y ahí está el gran desafío del cristiano. Y ahí la verdadera felicidad que con frecuencia puede quedar en un mero felices pascuas.