Las Navidades ya no son como antes, y no es culpa del calendario, es culpa del tiempo, de las ausencias y de todo lo que ya no vuelve.
Cuando era niña, la Navidad era un refugio. La casa de mis abuelitos se llenaba de voces, de risas, de platos chocando, de gente entrando y saliendo. Había regalos, sí, pero lo importante era otra cosa: estábamos todos juntos. Como si nada malo pudiera pasar mientras esa mesa estuviera llena.
No importaba si el menú se repetía o si el tamal sabía igual todos los años. El olor bastaba para saber que era Navidad. Bastaba con ver a la familia reunida para sentir que el mundo estaba en orden.
Recuerdo los rezos que entonces me parecían eternos. Yo quería correr, jugar, abrir regalos. Hoy daría lo que fuera por volver a escuchar la voz de mi abuelita cantando villancicos, agradeciendo por la salud, por la familia, por lo esencial. Por esas cosas que uno no valora hasta que faltan.
Después venían los toros, una y otra vez, la música de las luces de Navidad sonando de fondo, el ruido constante de una casa viva. Eran momentos sencillos, sin poses ni filtros, pero completos. No hacía falta nada más.
Hoy mis abuelitos ya no están. Y con ellos se fue esa Navidad que conocí. La casa ya no se llena igual. La familia ya no cabe en un solo lugar. Cada quien vive a su ritmo, con sus responsabilidades, con sus propios silencios.
La Navidad ahora es distinta, no peor, distinta, más callada, más consciente, más cargada de recuerdos.
Aun así, seguimos buscándonos. Seguimos encontrándonos cuando podemos, porque la esencia no murió. Cambió la forma, no el fondo. La Navidad ya no se siente igual, pero sigue siendo ese momento en el que la memoria aprieta el pecho y nos recuerda de dónde venimos.
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Tal vez crecer es aceptar eso: que la magia no desaparece, solo cambia de lugar. Y que mientras haya recuerdos, familia y ganas de estar juntos, la Navidad aunque duela un poco, sigue viva.

