El 3 de octubre la Iglesia recuerda a San Francisco de Borja, sacerdote jesuita nacido en 1510 en Gandía, España, descendiente del papa Alejandro VI y del rey Fernando el Católico. Pese a su origen noble, optó por la vida de servicio a Dios y se convirtió en un referente de entrega y humildad.
Educado en un ambiente de profunda religiosidad, Francisco destacó pronto en la corte de Carlos V, quien lo distinguió con su confianza. En 1529 se casó con doña Leonor de Castro, dama de la emperatriz Isabel, con quien tuvo ocho hijos.
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Un giro espiritual tras la muerte de la emperatriz
En 1539, al acompañar el féretro de la emperatriz Isabel hasta Granada, experimentó una profunda conversión que marcaría su vida. Posteriormente, fue nombrado virrey de Cataluña, donde destacó por su honestidad y justicia en el gobierno.
Al enviudar en 1546, realizó los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola y decidió ingresar a la Compañía de Jesús, recibiendo un privilegio del papa Paulo III para organizar primero sus asuntos temporales.
De duque a sacerdote jesuita
En 1548 profesó en la orden y en 1551 fue ordenado sacerdote, celebrando una misa en Vergara ante unas 20.000 personas. Su vida de servicio lo llevó a ser nombrado por San Ignacio comisario de la Compañía para España, Portugal y las Indias.
En 1565 fue elegido tercer general de los jesuitas, cargo desde el que consolidó la expansión de la orden, fortaleció la formación espiritual de los religiosos y extendió las misiones.
Canonización y legado espiritual
San Francisco de Borja murió en Roma el 30 de septiembre de 1572. Fue canonizado por el papa Benedicto XIII el 7 de junio de 1724. Su vida, marcada por la renuncia al poder y la fidelidad al Evangelio, lo convirtió en un modelo de humildad y servicio.
Oración a san Francisco de Borja
Su oración, aún hoy rezada por fieles en todo el mundo, pide a Dios la gracia de vivir con humildad, generosidad y fervor apostólico, inspirados en su testimonio.
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“San Francisco de Borja, Venimos a tu presencia conmovidos por tu ejemplo, y deseosos de imitar tus virtudes. Tu testimonio ilumina nuestras vidas, amenazadas en nuestro siglo por la tentación del materialismo y de la soberbia, del egoísmo y la pereza. Te pedimos que cada día crezcamos en humildad y en pobreza de espíritu, en generosidad para con Dios y en fervor apostólico. Que a ejemplo tuyo, podamos ser para nuestros contemporáneos un signo de la Presencia de Dios en el mundo, y merezcamos compartir la gloria en que habitas, con Cristo, que vive y reina por los siglos de los siglos”.